martes, 9 de febrero de 2010

That's life.

Por mucho que a algunos no les gusta este juego, por mucho que les irrite la presencia de Indhira y Arturo, por mucho que algunos se empeñen (desde dentro y desde fuera) en focalizar la atención en la pareja, siento tener que llevarles la contraria, pero a mí me fascina este jodido invento, no me molesta para nada la presencia de los dos ex de GH10 (más bien al contrario, me han dado casi más diversión en una semana que en todos los meses anteriores) y desde luego, muchos de los otros, tienen al menos para mí, un protagonismo y una presencia muy superior a la de los eternamente nombrados.

Todas estas bondades que para mí tiene esta historia, las disfrute ampliamente en el resumen de ayer. Me reí a carcajada limpia en muchos momentos (en casi todos), permanecí como casi siempre absorto en la pantalla, me ví a mí mismo con una sonrisa en los labios en esa escena de cama de los que ya no son amantes (sobre todo en ese instante casi mágico en el que ella, de forma inconsciente, le levanta el pantalón a él para verle el culo o intuyendo ese calentón que crecía poco a poco en ella, sin que fuese lo suficientemente consciente como para disimularlo) y me descojoné abiertamente viendo a ese extraño y fascinante dúo (casi propio de un tierno guiñol de gente abollada) protagonizado por Bea y Nicky, en estos momentos (y en mi opinión), la única pareja imprescindible de la función (junto con Nico y Ainhoa).

Verlo a él hasta los cojones de ella y a ella haciendo todo lo posible por tocárselos (ahora quiero coca-cola, ahora quiero bailar), mientras el de Gijón mostraba todo su repertorio de resignados gruñidos, atados por esa cuerda (qué gran invento, joder, qué genial en su sencillez), ese “ahora te sientas y meas”, aquel “ahora ya no tengo ganas, se me han quitado”, el otro genial “¿Se te ha cortado el chichi?” y el rotundo final “el chichi no”, me hizo olvidar todas esas historias en la que a veces nos embarcamos, entrando en un cansino bucle sin fin, de que si el dinero, los intereses, las manipulaciones y demás zarandajas turbias (aunque me temo que imposibles de eliminar si queremos que el circo siga en movimiento) en las que nos sumergimos cuando la mala hostia y el cansancio nos derrotan a menudo. Sí, todo esto es cierto y quizás más y el castillo probablemente este recubierto de mentiras, de trucos baratos y de trampas infames. Pero los cimientos de toda esta historia, por mucho que incluso los responsables de todo esto lo desconozcan o lo olviden, están formados por un grupo de seres humanos que siguen regalándonos pedazos de su vida a cambio de casi nada.

Y contra esa vida que se cuela imparable por cada grieta de ese caparazón en el que el sistema pretende muchas veces domarla, es tan imparable y tan hermosa que compensa con creces todas las mentiras, toda la mugre, todo el comercio y todos los intereses bastardos que se mueven en torno a este programa.

Y todo lo demás, en el fondo, me importa un carajo. Porque es tanta la verdad que subyace entre tanta mentira, que como cantaba Nacho Vega “nadie puede pararla”.

Por eso adoro este programa, por eso me conquista y me derrota aún en los momentos extremos en los que creo que estoy al límite y que a punto estoy de cerrar el ordenador y apagar la tele. Porque debajo de las máscaras y del dinero, laten vidas que se muestran en toda su verdad desnuda, aunque sólo sea en esos segundos en que los disfraces caen y sólo se ven los huesos y la piel. Y porque a pesar de los pesares, no consigo (ni quiero) apartar la vista de esa pantalla y olvidarme de esa casa, ni siquiera cuando siento un desprecio infinito por su patética presentadora, por los presuntos ladrones del prime time o por esa panda de colaboradores (a menudo impresentables y cansados) que ni siquiera valoran que están cobrando por un trabajo por el que muchos estaríamos casi dispuestos a pagar por hacer.