miércoles, 10 de febrero de 2010

El Retorno del Rey.

“Dí que pongan la marcha imperial. A toda hostia. Diles que inunde la puta noche, que llega Dios.” (Senador Palpatine, Crónicas de GH11 es otra historia).

Donde dije digo, digo Diego.

Ha llegado el Rey. El Puto Amo.

Ha llegado DIOS.

Desde el momento en el que le ví en la sala de expulsiones, cayeron todas mis barreras, saltaron todos los peros por los aires y me quedé sin palabras. Luego, bastó una simple frase, casi un primer saludo, para que se me cayeran los cojones al suelo y con la carne de gallina, supe que el Rey había llegado a su casa. Como diría la Zellweger “Me tenías sólo con el hola”.

Y a pesar de su extraña pareja, a pesar de que él y nosotros somos ya algo más viejos, mucho más gordos, con arrugas nuevas en el rostro y heridas en el alma que han ido apareciendo por el camino, fuimos legión los que estuvimos con él y Dayron hace exactamente nada. Ayer mismo. Porque en el fondo, por mucho que hayamos cambiado, creo que muchos (como yo), volvimos anoche en el tiempo, tiramos de recuerdos y sentimos que algo nuevo había sucedido dentro de esa casa de magia y sueños. Algo familiar, cercano, la pura emoción de reencontrarnos con nosotros mismos, al otro lado del espejo.

En mi caso concreto, si yo ahora mismo estoy aquí, si llegué a internet un día y naci en estos mundos, con un nuevo nombre, sacado de un personaje de “La Guerra de las Galaxias”, en honor al Lado Oscuro, y llegué una tarde a una casa llena de locos en la que durante años fui feliz y sentí como mi hogar, fue por Pepe Herrero (y por Dayron, tan inmenso como él, porque para mí, siempre serán uno y por el cubano, siento aún más cariño que por el madrileño, ya que para mí, sigue siendo la persona más buena que jamás ha pisado esa casa), el Gran Señor Oscuro, el inmenso tahúr, el que un día, con una pieza de cerámica y un par de cuentas simples (pero que sólo él supo imaginar y utilizar), cambió para siempre el rumbo de este programa, que después de él, ya nunca ha vuelto a ser como antes.

Único, grandioso, inimitable, siempre mirando desde la cima más alta a todos los que fueron y a los que llegaron después, con su ácido sentido del humor aún intacto (la charla con esa pseudo marquesa que en su inmensa chifladura o jeta, dijo que ella era su gran rival, fue de antología), volvió a brillar nada más cruzar la puerta de entrada de Guadalix (su reino), olvidando un reciente pasado gris en el que no llegó jamás a recibir todo lo que su inmenso talento se ha merecido.

Porque Pepé Herrero es Gran Hermano y a veces tengo la sensación de que sólo entre esos muros es él mismo y que solamente entre esas paredes es quién siempre quiso ser y que la casa y él se alimentan uno del otro, como si se necesitasen de forma desesperada para seguir respirando.

Pués bien, el Rey ha vuelto a su trono. Y mucho me temo que ni Arturos, ni Indhiras, ni hostias en vinagre, conseguirán arrancarle su corona o por lo menos, no lograrán hacerlo sin dejarse la piel y la sangre en la batalla. Porque el partido, ya ha dejado de ser un solteros contra casados y si alguno de los nuevos cachorros quiere ganarlo, le costará sudor y lágrimas.

Y antes de despedirme y cambiando por completo el chip, solamente decir que la despedida de ayer de Raquel y Noemí, con la madrileña desolada y llorando sin pudor alguno en plató, ha sido una de las escenas más tristes y crueles que jamás he visto en ese programa. Un cuadro de dolor, de heridas que jamás se cerrarán, de marcas en el rostro que no son si no el reflejo de cicatrices mucho más profundas e imborrables que se han enquistado en el alma. Y sentí una pena inmensa por Raquel (por el gran cariño que le tengo y por todo el amor inmenso que ella siente por este programa). Pero anoche, quizás por primera vez, me sentí mucho más cerca de Noe, de la mala, porque a ella se la ha juzgado y sentenciado hace tiempo, sin reparar en que (a pesar de sus muchos errores y de todo lo que pueda ser como persona), ella también perdió mucho en aquel maldito coche, y no por llorar menos, puedo olvidar que su vida también quedó marcada ese día. Y en su caso, sin posibilidad de tener el perdón de nadie y probablemente sin poder olvidar y echarse la culpa de algo en lo que nadie ha sido culpable.

Pero esa es otra historia, una de lágrimas y odio, de hiel amarga y sueños rotos para siempre.

Y en esa casa, hay demasiada vida como para seguir mirando un dolor que nadie excepto ellas dos, pueden llegar algún día a empezar a tratar de olvidar.